Hoy, con mi nostalgia burundesa acompañándome, vengo a compartir con vosotros un interesante artículo que apareció hace poco en el diario francés Libération, titulado Le Burundi, le pays où l'on récitait des poèmes aux vaches, el cual habla sobre la ganadería vacuna que se practicaba en Burundi, comparándola con la actual. Me he tomado la libertad de traducirlo al español, así que ruego disculpen mis errores, que seguro que hay más de uno...
Hubo un tiempo en que los pastores burundeses recitaban
poemas a su vaca llevándolas al pastoreo, antes de que la guerra civil diezmara
el rebaño. Desde entonces, la cría se reconstruye, al precio de un difícil paso
a la modernidad.
Toda la civilización burundesa estaba centrada en el ganado.
Signo de respeto al rumiante, se utilizaba la misma palabra (“igisabo”) para
hablar del estómago del rey –de divino derecho- y de la vaca, diferente del
término (“inda”) empleado para el común de los mortales.
Antes de la guerra civil burundesa (1993-2006), el rebaño “contaba
con hasta 800.000 cabezas”, recuerda Eliakim Hakizimana, director general de
ganadería en el Ministerio de Agricultura.
Pero los trece años de conflicto han “tenido consecuencias
terribles en las vacas” y solo quedaban alrededor de 300.000 cuando la paz vino
entre la minoría tutsi y la mayoría hutu.
Los rebeldes hutus atacaban especialmente a las vacas,
veneradas por la comunidad tutsi, tradicionalmente formada por ganaderos, y se
alimentaban durante el conflicto que hizo 300.000 muertos y arruinó la economía
del pequeño de África de los Grandes Lagos.
Porque en Burundi, la vaca era sagrada.
“Antes de la colonización, antes de la llegada del Hombre
Blanco hacia finales del siglo XIX, la vaca no era un simple animal doméstico
en el Reino de Burundi”, explica el abad Adrien Ntabona, 74 años, ex profesor
de etnología en la Universidad de Burundi.
“Un ganadero hablaba a su vaca, podía enumerar la
descendencia (?). Le recitaba poesías, diferentes según si la llevaba al
abrevadero, al pastoreo, la traía al cercado o la ordeñaba”.
Con sus largos cuernos y sus finas patas, la vaca burundesa,
de raza ankole como en todas partes en la región de los Grandes Lagos,
representaba un dechado de belleza en el imaginario local.
A una mujer, no se le decía que tenía ojos bonitos, sino de “ojos
de ternero” (“Afise amaso y’inyana”).
El tiempo se enumeraba al ritmo de la cría: para evocar la
mañana se decía “la hora del pastoreo”, para primera hora de la tarde “la hora
de vuelta de los terneros”.
Las vacas mismas recibían nombres, haciendo referencia a su
belleza o su carácter: “Yamwezi” (La que desciende de la luna), “Yamwaka” (La
más bella del año) o “Jambo” (La palabra).
“Una vaca de dos patas”.
“Cuando se quería tener una propiedad, un favor o incluso
una esposa, se daba una vaca”, explica Pierre Nduwimana, un campesino de Matana
(sur).
“Para la dote, por ejemplo, se daba una o varias vacas,
según la riqueza”. A cambio, según una expresión consagrada, “se decía que se
iba a buscar una vaca de dos patas, que sacaba agua y cortaba madera”.
“Burundi había instaurado una civilización de la vaca”,
resume el abad Ntabona: el animal “era una fuente de relaciones sociales”. “No eran tratadas como diosas como en India,
pero eran relativamente sagradas y debían ser tratadas como tales”.
Antes incluso de la guerra civil, la colonización alemana,
después la tutela belga, la explosión demográfica y la disminución drástica de
las tierras dedicadas a la ganadería vencieron poco a poco este modo de vida. Con
gran pesar para algunos burundeses.
“Mi padre tenía vacas, igual que mi abuelo y mi bisabuelo,
pero yo ya no puedo mantener un rebaño”, se lamenta Pierre, funcionario. “Por
supuesto que siento una gran culpabilidad, como si hubiera traicionado a mis
padres”.
Desde el fin de la guerra, el rebaño -600.000 cabezas hoy en
día- se ha reconstruido. Pero ahora hace falta mucho dinero para comprar una
vaca, alrededor de 1.000 dólares, una fortuna en uno de los países más pobres
del mundo. A no ser que se beneficie de la política de repoblación del rebaño.
Aproximadamente 25.000 vacas han sido distribuidas así desde
2008, en el marco de este programa que “pretende modernizar el sector para hacerlo
productivo en leche, queso, abono”, explica M. Hakizimana.
Emmanuel Nibaruta, un campesino de 35 años habitante en la
colina de Remera, en la provincia septentrional de Ngozi, “sigue dando gracias
a Dios” por haberle dado su primera vaca.
Y mejor si no es una ankole, sino una frisona europea:
produce 16 litros de leche cada día por uno solo por una vaca tradicional
burundesa.
Pero el programa choca con un problema enorme: los ganaderos
no tienen un lugar para transformar o vender la leche.
La única central lechera fue cerrada al inicio de la guerra
civil. La leche es vendida por ciclistas que surcan las calles de la capital a
todas horas del día.
“Esto nos desmotiva a nosotros los ganaderos, ya que estamos
obligados a tirar la leche, cuando la comida y los medicamentos son tan caros
en Burundi”, lamenta Anicet, funcionario y además propietario de una granja.
Burundi es el productor lechero más pequeño de África del
Este (71.300 toneladas en 2011), lejos detrás de Kenia (2,5 millones de
toneladas), Uganda, Tanzania (500.000 toneladas cada uno) y Ruanda (121.400
toneladas).
“Tenemos mucho retraso, es por esto se debe superar la cría
de prestigio y encaminarse hacia una cría rentable”, reconoce M. Hakizimana.
Pero “el camino será largo, muy largo”.
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