¡Qué dura es la adolescencia! Y
no, no me dispongo a quejarme de mi alumnado, porque además llevo unos meses “a
dieta de quejas”. En esta ocasión voy a echar la vista atrás para acordarme de
mí mismo durante aquellos trepidantes años.
Recuerdo que yo era un chaval que
se podría definir como “común y corriente”: me gustaba pasar tiempo con mis
amigos, jugar al fútbol y las chicas me imponían respeto, ya que era bastante
tímido en ese sentido. En la escuela cumplía con mi papel, sacando buenas notas
sin esforzarme demasiado. Internet no había colonizado nuestras vidas ni
nuestros cerebros y los videojuegos no me despertaban gran interés. Así pues,
mi día a día se desarrollaba sin plantearme grandes metas.
Mi madre era profesora y trabajaba junto a mi instituto, por lo que cada jornada íbamos y volvíamos juntos. En una ocasión, cuando tenía catorce años y muy poquita sangre en las venas, mi madre me informó de vuelta a casa de que me había inscrito para participar en un intercambio escolar a Marruecos con alumnos de su centro. Y digo correctamente que me informó porque no se trataba de una negociación, sino que yo iba a ir lo quisiera o no, ya que habían sobrado muchas plazas y, según ella, iba a ser una experiencia genial para mí.
Imaginad, un chico de esa edad al que sacas de su zona de confort para llevarlo más de una semana a otra cultura con un grupo de extraños a casa de un chaval completamente desconocido. Yo me cerré en banda y me indigné con el mundo, o más bien con mi madre. En realidad, me daba igual si era Marruecos o Nueva York, ese no era el problema. Lo que me descolocaba era estar tanto tiempo sin mis amigos, sin mi grupo de iguales. Y la gota que colmó el vaso la volvió a poner mi madre con su frase “¡pero si también va tu amigo Abel!”. Y aquí hay que hacer un inciso, esto merece una explicación aparte.
¿Conocéis esa sensación en la que vuestros padres quieren obligaros a que os hagáis amigos del hijo de algún amigo suyo? Pues bien, “mi amigo Abel” era el hijo de un compañero de mi madre, quien tampoco estudiaba en ese instituto y al que también habían apuntado al intercambio sin su consentimiento. Supuestamente era mi amigo porque nos habíamos conocido meses atrás en un traumático fin de semana entre colegas de trabajo. Durante esos dos días, que se me hicieron eternos, fuimos los únicos adolescentes rodeados de adultos, solo acompañados de dos niños pequeños, y para colmo nos obligaron a dormir juntos en una cama individual. Eso no se le hace a un chaval en esos años tan complicados…
Así pues, el hecho de que Abel también fuera al intercambio no era ni mucho menos un aliciente para mí, quizás todo lo contrario. Pero bueno, como era consciente de que mi madre tenía las de ganar, no tuve más remedio que resignarme y aceptar el devenir de los acontecimientos. Unas semanas antes de nuestra partida tuvimos una reunión previa y allí pude conocer a mis futuros compañeros de viaje. Yo seguía bastante cerrado, pero pese a esto me dio la impresión de que no parecían mala gente.
Y así resultó ser. Llegó el gran día y partimos en autobús rumbo a Algeciras para tomar el ferry que nos llevaría a cruzar el estrecho. A los pocos minutos y como por arte de magia, ese grupo tan reducido como pintoresco de estudiantes se había convertido en una pequeña familia, y mis dudas y enfados no eran siquiera un recuerdo.
Es imposible describir en unas cuantas líneas aquel viaje porque simplemente me cambió la vida. Mi compañero de intercambio, Mazin, y su familia fueron adorables; difícilmente podrían haberme acogido y tratado mejor. El grupo de españoles fue todo un descubrimiento, principalmente por dos personajes; y con el resto de marroquíes formamos una amistad que incluso ha hecho que volvamos a cruzarnos en numerosas ocasiones por diferentes partes del mundo. Es más, incluso conocí a mi primer amor, con lo parado que yo era (la verdad es que solo faltaron las luces de neón para que me coscara).
Y desde entonces ya no hace falta que use las comillas cuando hablo de mi gran amigo Abel. Al final tuve y tengo que darle la razón a mi madre, ya que aquella experiencia me hizo encontrarme (o reencontrarme) con una persona que desde entonces ha sido fundamental en mi vida, uno de mis grandes apoyos. Al mismo tiempo, me brindó la oportunidad de comenzar a batir mis alas para luego poder volar en libertad y llegar a ser quien soy. Se podría decir que fue algo así como el prólogo del libro de mi vida racional, el episodio piloto de mi despertar emocional.
Diecinueve años después echo la vista atrás y doy las gracias a mi madre y al destino porque ese viaje me hizo madurar, evolucionar y crecer como persona. Descubrí que el mundo estaba lleno de otras culturas, paisajes, idiomas, pueblos; inmensamente maravillosos y fascinantes. Y me hizo darme cuenta de que yo quería conocerlos, recorrerlos y dejarme sorprender por ellos, como he seguido haciendo desde entonces. En ese momento tampoco era consciente, pero esa sería mi primera vez en África, la primera de muchas, en esa tierra que me robó el corazón y que me sigue aguardando pacientemente hasta que vuelva.