Son las seis y media de la mañana
de un día cualquiera. De nuevo me encuentro en una especie de duermevela y me
viene a la cabeza una actividad literaria que me propusieron hace ya algún
tiempo. Esta decía algo así como que intentáramos reproducir una emoción del
pasado que nos hubiera llenado mucho, e inconscientemente lo primero que suele
venirnos a la cabeza son momentos de máxima felicidad o de una enorme tristeza,
como buscando siempre una especie de culmen de la emoción.
Aquí y ahora, con las primeras
luces del alba, me vuelvo a hacer esta misma pregunta, pero el contexto cambia:
en días como los que estamos atravesando la respuesta difiere desmesuradamente.
Pienso en que no es necesario irse tan lejos, tan al extremo. Nos encontramos
en un momento en el que vemos pasar las horas lentamente, encerrados entre
cuatro paredes sin saber muy bien hasta cuándo durará este cautiverio, añorando
y anhelando lo que siempre ha estado ahí fuera pero no supimos valorar.
¿Una emoción? Quizás sería suficiente
con algo tan aparentemente banal y cotidiano como una sonrisa, una mirada
cómplice o un simple abrazo sincero; los que me conocen un poco saben que puedo
llegar a ponerme muy pesado con esto. Una palmadita en el hombro, una caricia,
un beso. Gestos y situaciones habituales que ni siquiera nos paramos a valorar,
como dar un paseo, ir plácidamente en bicicleta hasta la playa o caminar sobre
la arena húmeda tras la bajamar, sintiendo el ir y venir de las frías olas
erizando tu piel al contactar con tus desnudos pies. Sentir la brisa marina en
tu cara o ese rayo de sol que se cuela inesperadamente entre las nubes para
aterrizar sobre tu rostro adormilado. Una improvisada reunión familiar con
cualquier excusa, una pingüe barbacoa con amigos y mucha carne, poco verde y demasiada
cerveza, o un domingo metido en la cama abrazado a esa persona tan especial,
sin preocuparse de qué hora es. Nos encontramos con tantísimas emociones infravaloradas
al cabo de un día que no nos damos ni cuenta, inmersos en esa prisa constante
que nos impide pararnos a degustar estos pequeños placeres de la vida, que son
precisamente los que más nos deberían hacer sentir vivos. Pero no, nos empeñamos
y nos encabezonamos en dejarlos pasar sin darles la importancia que merecen porque,
claro, es mucho más importante seguir este ritmo de vida robotizado de nuestra
alienada sociedad, siempre corriendo tras quién sabe qué.
Quiero pensar que este momento
histórico que estamos experimentando nos ayudará a que abramos los ojos y seamos
más conscientes de la suerte que tenemos de estar aquí y ahora, a disfrutar el
día a día y los pequeños detalles que nos regala cada amanecer, y a olvidarnos
de preocupaciones insignificantes y superfluas. Ahora, más que nunca cobra
importancia ese sabio y vetusto proverbio: "Nunca valoras lo que tienes hasta
que lo pierdes".
Así pues, vivamos y amemos, libremente.
Dejémonos de odio, intolerancia e inquina. Vivamos cada día, cada instante, que aún nos queda una
segunda oportunidad y la de la guadaña se presenta sin avisar. Simplemente,
vivamos.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarVivamoooos !!! Que gran verdad 🥰
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