Hoy no toca
hablar de Burundi. Hoy siento la necesidad de compartir con vosotros este
artículo que me ha llegado gracias a Irene, firmado por Carlos M. Duarte.
Espero que muchos de los de arriba lo lean y se sienten un ratito en sus
lujosas casas a reflexionar...
"Esta vez no voy a hablar de ciencia ni políticas de I+D; lo
retomaré en el próximo post. Esta vez voy a hablar de lo que ocurre en mi casa,
y que refleja lo que con toda seguridad está ocurriendo en muchos otros
hogares, porque en el día de hoy la verdad es que no puedo pensar en otra cosa.
Ayer me despedí de mi hija. Emigra en busca de un futuro que no ha
podido encontrar en su país y que la sociedad, o sus padres, no le ha sabido
dar.
Es extraordinariamente frustrante para un padre ver marchar a sus
hijos, pero mantenerlos a costa nuestra no es opción porque supondría llevarles
a una situación en la que quedarán atrapados sin futuro.
Vivir en el extranjero ni es nuevo para ella ni le intimida,
porque en los últimos 5 años ha vivido y trabajado en Canadá, Francia e
Inglaterra, pero entonces se trataba de mejorar sus cualificaciones
profesionales. Ahora se trata de rebelarse contra quienes se refieren a su
generación como la generación perdida. Marchar le ha costado quedarse sin
pareja, por lo que el llanto, apagado, que oía por la noche desde mi cama, se
me hacía aún más amargo.
Como muchos jóvenes de su edad, mi hija ha completado su formación
profesional con el paso cambiado. En la primavera regresó a España con la
intención de buscar un empleo en España, en lo que fuese pero a poder ser
"de lo suyo". Consiguió algunas entrevistas de trabajo, pero las
condiciones siempre eran abusivas: salario de becario, 400 € al mes, para una
persona con una licenciatura, un master, que domina cuatro idiomas y con
experiencia laboral en el extranjero. Estos sueldos no le darían ni para comer
ni para alquilar una habitación en las ciudades donde le ofertaban estos
empleos. Tendría que tener una ayuda de sus padres, a lo que, por supuesto,
estamos dispuestos. Pero ella no quiere seguir dependiendo de nosotros, con una
ayuda que, de hecho, estaría subsidiando a los empresarios que abusan de
nuestros jóvenes.
Este verano han pasado por casa, para despedirse, muchos amigos
suyos. Sus conversaciones siempre giraban en torno a lo mismo: la depresión de
la crisis, los despidos o el miedo a ser despedido, los abusos de los
empresarios que, aprovechándose de la crisis imponen condiciones leoninas,
despidiendo a buena parte de la plantilla para que los
"supervivientes" hagan el trabajo del resto, intimidados por la
amenaza de ir a la calle. Me pareció que se sienten culpables y quizá -como a
todos- algo de culpa les corresponde, pero no el peso excesivo que estamos
cargando sobre ellos.
En Mallorca, donde vivo, ha sido un año espectacular de turismo,
con cifras récord de viajeros e ingresos. Un amigo que tiene un restaurante me
dice que este verano ha hecho un 15 % más de caja. Sin embargo, muchas empresas
del sector han despedido a buena parte de sus plantillas, de nuevo forzando al
resto a asumir las tareas de los despedidos, aprovechándose del miedo a perder
el empleo para aumentar sus márgenes de beneficios. ¿Es esto lo que ha
conseguido la reforma laboral?.
La mayor parte de sus amigos también emigraban, unos a Alemania
-sin saber alemán pero cargados de ilusión y desparpajo; otros a Uruguay, para
poder desenvolverse en español, otros a Canadá, Australia, Inglaterra,
Noruega... Estoy seguro de que muchos se han ido en condiciones mucho más
difíciles que mi hija o sus amigos, o que incluso, queriendo hacerlo, no se
hayan podido ir porque tengan dependientes a su cargo a quienes no puedan
abandonar.
La emigración no es nueva en nuestro país, pero pensábamos haberla
dejado atrás en el siglo XX y haberla cambiado por la movilidad internacional.
Pensábamos que nuestros jóvenes se formaban y maduraban en un país moderno,
avanzado, miembro destacado de la Unión Europea, con euros en su bolsillo, y
pujando por entran en el G8 ante el asombro del mundo. Todo eso era una
ilusión, un escenario de cartón piedra.
Como padre me siento inmensamente frustrado y fracasado. Los
padres siempre anhelamos que nuestros hijos conozcan una vida mejor que la que
nosotros tuvimos, y así ha sido al menos desde que la Guerra Civil nos hizo
tocar fondo. Ochenta años después estamos cayendo en barrena en una involución
económica y política que, ya lo escribía hace un año, amenazaba con
arrastrarnos por el túnel del tiempo hacia la España de mi infancia en los años
1960, a la que ya estamos llegando en muchas cosas.
También me siento frustrado como formador de jóvenes científicos,
aunque estos, estoy convencido, tienen un mejor futuro, porque el largo período
de formación de investigadores, que se completa al final de treintena, supone
que estos jóvenes, de la misma edad que mi hija, a quienes dirijo tesis de
doctorado y master, seguirán progresando como científicos para -espero-
completar esa formación cuando nuestro país haya salido del hondo agujero en
que se encuentra. Sin embargo, para ellos no será fácil, y también habrán de
ser duros y resistentes para salir adelante.
Pero no se trata de compartir mis sentimientos como padre ni como
formador de jóvenes investigadores, sino de mis sentimientos como ciudadano
español. ¿Qué futuro espera a una sociedad en la que sus jóvenes solo tienen la
opción de desaparecer o amoldarse a condiciones laborales las más de las veces
abusivas y requiriendo del subsidio de sus padres?
Los medios de comunicación les
llaman, y me repugna que lo hagan, la generación perdida. Pero ¿acaso no somos
nosotros -los de mi generación, nacidos entre 1950 y 1970- los del gran
batacazo? Una generación de irresponsables: los unos por lanzarse a la fiebre
del oro pensando que se vendían duros a peseta, los otros, entre los que me
cuento, por mirar para otro lado. Con un sistema político degradado basado en
partidos clientelistas que se alimentaban, y todos lo sabemos, de la burbuja
inmobiliaria y los pelotazos urbanísticos. El objetivo de la recaudación de
impuestos para contar con abundantes presupuestos para colocar a los del
partido en empresas públicas municipales y consejos de dirección y cajas de
ahorro con sueldos públicos; financiación ilegal de partidos y dinerito para el
bolsillo de los más descarados (basta ver las portadas de los diarios). Muchos
declaran ahora, pobrecitos, que las pasan "canutas" con sus sueldos
públicos... y es así porque ya no reciben los "extras" que a tanto
oportunista trajo a la política. Basta recordar aquellas palabras, en una
grabación de un político que llegó, a pesar de ellas, a ser presidente
autónomico y ministro del Gobierno, diciendo que "yo estoy en política
para forrarme" (busquen esta cita en Google y
sabrán de quien se trata). También recuerdo otra grabación donde un
empresario corrompía a un político municipal prometiendo algo así como (no
recuerdo la frase exacta), que "te voy a asegurar el futuro a tí y a diez
generaciones de los tuyos". Repugnante, pero todos lo sabíamos, todos
oíamos estas palabras en los medios de comunicación.
Al menos la justicia está,
pacientemente, haciendo aflorar esos delitos, aunque lo que salga a la luz no
sea más que la punta del iceberg. Espero que también les llegue el turno a los
colaboradores necesarios: los banqueros, que en vez de tener que dar cuentas de
su actuación se deben estar riendo a carcajadas tras la publicación de los nuevos presupuestos del
Estado en los que pagamos el rescate a los bancos a costa de nuestra salud y
educación. Con ayuda de los políticos, que libraron a los banqueros
de toda regulación efectiva.
Nadie pide perdón a nuestros jóvenes. Yo lo quiero hacer desde
aquí, por la responsabilidad, quiero creer que poca, que me toca.
Acostumbrados a comulgar con rueda
de molino, ya no nos da escalofríos saber que la cifra de desempleo entre
nuestros jóvenes supera el 50 % (sin contar, claro está, con
los que ya se han ido, que son multitud). Mientras la Roja siga metiendo goles
y Cristiano esté alegre seguiremos embotados y aceptando con resignación estos
males que se nos han echado encima, sin que nadie asuma responsabilidades y
nadie pida perdón.
Hay quien se felicita, estúpidamente, de que muchos seguimos en
silencio, pero algo está cambiando. Ya no nos vale más de lo mismo, ya no nos
aplacan con mentiras calculadas, engaños burdos, eufemismos y la cantinela de
que lo que nos pasa es que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y
nos merecemos lo que pasa.
Deberíamos hacer todos un esfuerzo gigantesco para asegurar un
futuro a nuestra juventud, porque ese futuro es también el nuestro. Una
sociedad cada vez más envejecida que tendrá un porcentaje de jubilados enorme
que solo se podrá sostener con una población laboral dinámica y productiva, la
misma que estamos enviando al extranjero o arrinconando en los hogares
paternos. No veo otra solución al arranque necesario de la creación de empleo en
España que un nuevo movimiento de cooperativas para la innovación, que debieran
priorizar las iniciativas de nuestros jóvenes, que tienen estupendas ideas, y
apoyarlas con recursos públicos; invertir en nuestros jóvenes es hacerlo en
nuestro futuro.
Pero quienes deben utilizar nuestro esfuerzo, que son nuestros
impuestos, para fomentar políticas de empleo para jóvenes están de nuevo
distraídos en cálculos de sus miserables ventajas políticas. Nuestras
instituciones políticas siguen siendo lo de siempre: en una expresión inglesa,
el mismo circo con distintos payasos. Nada ha cambiado, pero es imprescindible
que lo haga.
Nos hemos dado el gran batacazo, pero pongámonos en pie,
sacudámonos el polvo y pongámonos a caminar, aunque para ello tengamos que
librarnos del enorme peso de la incompetencia política que en buena medida nos
ha traído a donde estamos.
Deseo que mi hija y todos los que como ella se han ido a la
emigración, sean felices y puedan en un futuro cercano regresar a su país para
contribuir, con su capacidad, a nuestro futuro.
Me gustaría cerrar este texto
recitando a mi hija, y a todos los jóvenes de su generación que, como ella han
emigrado, el poema de José Agustín Goytosolo, Palabras para Julia; pero es mejor que lo escuchen
cantado por Paco Ibáñez en su concierto en el Olympia de París”.
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