Os dejo con las sabias palabras de Luis García Montero. Creo que no hace falta añadir nada más:
Yo, señor, no soy malo, aunque no me falten motivos para serlo. A lo largo de estos días, he recordado muchas veces el célebre comienzo de La familia de Pascual Duarte, la narración de Camilo José Cela. En los debates públicos, parece que los ciudadanos tenemos la culpa de todo. La crisis no se debe al fracaso de la economía neoliberal, sino a la desmesura de unos ciudadanos que han vivido por encima de sus posibilidades. El respeto a la libertad sexual vuelve a convertirse en un problema para los que aspiran a regular la naturaleza según la lógica del infierno y el pecado. Y la degradación de los servicios públicos está relacionada con el deseo de los funcionarios de no cumplir con su trabajo. Cargamos todos con toda la culpa de todo.
El escepticismo prudente tiene su justificación y su virtud. Después de tantas decepciones graves, es mejor no dejarse arrastrar por quimeras y sostener una sensata conciencia crítica. Pero cuando el escepticismo se transforma en un descrédito fundamentalista de los ámbitos públicos y las ilusiones colectivas, acaba rebotando en el espejo del Estado y cayendo sobre los hombros de los ciudadanos. De ese modo las decepciones se resuelven con una sistemática criminalización de los individuos. Sí, la economía neoliberal, que con tanta insistencia defiende los ámbitos privados y la desregulación, conduce también, como los totalitarismo, a la criminalización de los individuos.
Este proceso lo ha hecho evidente el Ministerio del Interior al pretender penalizar la resistencia pasiva y pedir dos años de cárcel para los convocantes por Internet de concentraciones que desemboquen en actos violentos. Es difícil pisar un charco tan fangoso a la hora ofender la libertad. ¿Cómo se puede confundir la responsabilidad de una convocatoria y el comportamiento posterior de algunos participantes? En esa confusión corre un peligro muy serio la democracia.
Pues yo no quiero que me criminalicen. Yo no soy un extremista, ni un populista antisistema. Yo no soy malo.
Yo soy el estudiante que intenta defender la educación pública, con calefacción en las aulas del invierno y con profesores en los colegios y los institutos. Salgo a la calle y protesto.
Yo soy la mujer que se niega a ser tratada como asesina de niños por defender una ley digna de interrupción del embarazo. Soy la mujer que no está dispuesta a que desaparezcan las inversiones contra la violencia de género. Salgo a la calle y protesto.
Yo soy el homosexual que no comprende cómo se permite que un obispo, en la televisión pública de un Estado laico, pierda los papeles y se gaste mis impuestos en pregonar barbaridades contra la dignidad humana. Salgo a la calle y protesto.
Yo soy el ciudadano que quiere una democracia real, no un ámbito oficial manipulador de los programas electorales y los votos. Salgo a la calle y protesto.
Yo soy el funcionario que no resiste más desprecios y que no permite que se le falte el respeto a su trabajo con chistes sobre la hora del café, la lectura del periódico y la holgazanería. Salgo a la calle y protesto.
Yo soy el trabajador con derecho a organizar una huelga general y un piquete, cansado de que los gobernantes legislen al servicio de la economía especulativa. Yo soy incluso el pequeño y mediano empresario que defiende la economía productiva, porque la mayor parte de nosotros no son líderes del IBEX 35 o de la banca alemana, sino gente angustiada que necesita animar las ciudades, abrir sus tiendas, mantener sus negocios, y para eso hace falta que los individuos tengan un euro de más en el bolsillo y una culpa de menos en la cabeza.
Si el escepticismo se convierte en el descrédito perpetuo de los ciudadanos, el necesario sentido de la responsabilidad acaba diluido en el sumidero de la culpa. La desconfianza generalizada impide cualquier instinto de compasión y solidaridad. Y esa criminalización del individuo consigue enviar dos mensajes muy reaccionarios: cada cual es responsable de su pobreza y todo pensamiento crítico es un anticipo de la violencia. Esta mentalidad reaccionaria se ha hecho inevitable para mantener un orden desequilibrado e injusto. Todo acto de ilusión, de protesta colectiva, de defensa de derechos, puede caracterizarse así como un problema de orden público.
La pretensión de solucionar los desarreglos sociales endureciendo el derecho penal participa de esta lógica. El populismo interioriza con facilidad la desconfianza, la indignación contra el otro y contra uno mismo. El Estado injusto necesita hacernos culpables personales de sus injusticias. Pues no, yo no soy malo, aunque cada vez tenga más motivos para serlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario